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CARTA DEL
SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS SACERDOTES
CON OCASIÓN DEL JUEVES SANTO 2004
(Jueves Santo, 08 de abril de 2004)
Queridos sacerdotes:
1. Os escribo con alegría y afecto
con ocasión del Jueves Santo, siguiendo una tradición iniciada en la primera
Pascua como Obispo de Roma, hace ahora veinticinco años. Este contacto
epistolar, que tiene un carácter especial de hermandad por la participación
común en el Sacerdocio de Cristo, se sitúa en el contexto litúrgico de este día
santo, marcado por dos ritos significativos: la Misa Crismal por el mañana y la
Misa in Cena Domini por la tarde.
Pienso en
vosotros, reunidos en las Catedrales de vuestras Diócesis, en torno a los
respectivos Ordinarios, para renovar las promesas sacerdotales. Este rito tan
elocuente tiene lugar después de la consagración de los Santos Óleos, en
particular el del Crisma, y encaja bien en dicha celebración, que pone de
relieve la imagen de la Iglesia, pueblo sacerdotal santificado por los
Sacramentos y enviado a difundir en el mundo el suave aroma de Cristo, el
Salvador (cf. 2 Co 14-16).
Al atardecer, os veo entrar en el
Cenáculo para iniciar el Triduo pascual. Jesús nos invita a volver cada Jueves
Santo precisamente a aquella «sala grande» en el piso superior (Lc
22,12), y ahí es donde quiero encontrarme con vosotros, queridos hermanos en el
Sacerdocio. En la Última Cena hemos nacido como sacerdotes. Por eso es bello y
obligado encontrarnos en el Cenáculo, compartiendo la conmemoración,
llena de gratitud, de la alta misión que nos acomuna.
2. Hemos
nacido de la Eucaristía. Lo que decimos de toda la Iglesia, es decir, que «de
Eucharistia vivit », como he querido recordar en la reciente Encíclica,
podemos afirmarlo también del Sacerdocio ministerial: éste tiene su origen,
vive, actúa y da frutos «de Eucharistia» (cf. Conc. Trid., Sess. XXII, can. 2: DS 1752). «No
hay Eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin Eucaristía» (Don
y misterio. Madrid 1996, 95).
El ministerio ordenado, que nunca
puede reducirse al aspecto funcional, pues afecta al ámbito del «ser»,
faculta al presbítero para actuar in persona Christi y culmina en el
momento en que consagra el pan y el vino, repitiendo los gestos y las palabras
de Jesús en la Última Cena.
Ante esa realidad extraordinaria
permanecemos atónitos y aturdidos: ¡Con cuánta condescendencia humilde ha
querido Dios unirse al hombre! Si estamos conmovidos ante el pesebre
contemplando la encarnación del Verbo, ¿qué podemos sentir ante el altar,
donde Cristo hace presente en el tiempo su Sacrificio mediante las pobres manos
del sacerdote? No queda sino arrodillarse y adorar en silencio este gran
misterio de la fe.
3.«
Mysterium fidei », proclama el sacerdote después de la consagración. Misterio
de la fe es la Eucaristía, pero, como consecuencia, concierne también al
Sacerdocio (cf. Don y misterio, pp.89s.). El misterio de santificación y
amor,
obra del Espíritu Santo, por el
cual el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, actúa
también en la persona del ministro en el momento de la ordenación sacerdotal.
Hay, pues, una reciprocidad específica entre la Eucaristía y el Sacerdocio,
que se remonta hasta el Cenáculo: se trata de dos Sacramentos nacidos juntos y
que están indisolublemente unidos hasta el fin del mundo.
Estamos ante lo que he llamado la
«apostolicidad de la Eucaristía» (cf. Carta enc. Ecclesia de Eucharistia,
26-33). El Sacramento eucarístico – como el de la Reconciliación – ha sido
confiado por Cristo a los Apóstoles y transmitido por ellos y sus sucesores de
generación en generación. Al comenzar su vida pública, el Mesías llamó a
los Doce, los instituyó «para que estuvieran con él y para enviarlos a
predicar» (Mc 3,14-15). En la Última Cena, el «estar con» Jesús tuvo
su culmen en los Apóstoles. Al celebrar la Cena pascual e instituir la Eucaristía,
el divino Maestro cumplió su vocación. Al decir: «Haced esto en conmemoración
mía» puso el cuño eucarístico en su misión y, uniéndolos consigo en la
comunión sacramental, los encargó de perpetuar aquel gesto santo.
Mientras pronunciaba aquellas
palabras: «Haced esto...», pensaba también en los sucesores de los Apóstoles,
que habrían de prolongar su misión, distribuyendo el alimento de vida hasta
los extremos confines del tierra. Así, queridos hermanos sacerdotes, en el Cenáculo
hemos sido en cierto modo llamados personalmente, uno a uno, «con amor de
hermano» (Prefacio de la Misa Crismal),
para recibir de las manos santas y venerables del Señor el Pan eucarístico,
que se ha partir como alimento del Pueblo de Dios, peregrino en el tiempo hacia
la Patria.
4. La Eucaristía, como el
Sacerdocio, son un regalo de Dios, «que supera radicalmente el poder de la
asamblea» y que ésta «recibe por la sucesión episcopal que se remonta a los
Apóstoles» (Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 29). El Concilio
Vaticano II enseña que «el sacerdote ministerial, por el poder sagrado de que
goza [...], realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo
ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo» (Const. dogm. Lumen gentium, 10).
La asamblea de los fieles, unida en la fe y en el Espíritu, se enriquece con múltiples
dones y, aun siendo el lugar donde Cristo «está siempre presente en su
Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos» (Const. Sacrosanctum
Concilium, 7), no puede por sí sola ni «realizar» la
Eucaristía ni «darse» el ministro ordenado.
Por tanto, el pueblo cristiano
tiene buenos motivos para, por un lado, dar gracias Dios por el don de la
Eucaristía y el Sacerdocio y, por otro, rogar incesantemente para que no falten
sacerdotes en la Iglesia. El número de presbíteros nunca es suficiente para
afrontar las exigencias crecientes de la evangelización y del cuidado pastoral
de los fieles. Su escasez se nota hoy especialmente en algunas partes del mundo,
porque disminuyen los sacerdotes sin que haya un suficiente reemplazo
generacional. Gracias a Dios, en otras partes está despuntando una prometedora
primavera vocacional. Así pues, ha de aumentar en el Pueblo de Dios
la conciencia de tener que orar y actuar diligentemente en favor de las
vocaciones al Sacerdocio y a la Vida consagrada.
5. Sí, las
vocaciones son un don de Dios que se ha de suplicar continuamente. Siguiendo la
invitación de Jesús, hay que rogar ante todo al Dueño de la mies para que envíe
obreros a su mies (cf. Mt 9,37-38). La
oración, reforzada con el ofrecimiento silencioso del sufrimiento, es el
primero y más eficaz medio de la pastoral vocacional. Orar es mantener
la mirada fija en Cristo, con la confianza de que de Él mismo, único Sumo
Sacerdote, y de su entrega divina, manan abundantemente, por la acción del Espíritu
Santo, los gérmenes de vocación necesarios en cada momento para la vida y la
misión de la Iglesia.
Quedémonos en el Cenáculo
contemplando al Redentor que, en la Última Cena, instituyó la Eucaristía y el
Sacerdocio. En aquella noche santa Él ha llamado por su nombre, a los
sacerdotes de todos los tiempos. Su mirada se ha dirigido a cada uno, una mirada
afectuosa y premonitoria, como la que se detuvo sobre Simón y Andrés, Santiago
y Juan, sobre Natanael cuando estaba bajo la higuera o sobre Mateo, sentado en
el despacho de los impuestos. Jesús
nos ha llamado y, por los medios más diversos, sigue llamando a otros muchos
para que sean sus ministros.
Cristo, desde
el Cenáculo, no se cansa de buscar y de llamar: éste es el origen y la fuente
perenne de la auténtica pastoral de las vocaciones sacerdotales. Hermanos,
sintámonos sus primeros responsables, dispuestos a ayudar a quienes Él
quiera asociar a su Sacerdocio, para que respondan generosamente a su invitación.
No obstante, más que cualquier
otra iniciativa vocacional, es indispensable nuestra fidelidad personal. En
efecto, importa nuestra adhesión a Cristo, el amor que sentimos por la Eucaristía,
el fervor con que la celebramos, la devoción con que la adoramos, el celo con
que la dispensamos a los hermanos, especialmente a los enfermos. Jesús, Sumo
Sacerdote, sigue invitando personalmente a obreros para su viña, pero ha
querido necesitar de nuestra cooperación desde el principio. Los sacerdotes
enamorados de la Eucaristía son capaces de comunicar a chicos y jóvenes el «asombro
eucarístico» que he pretendido suscitar con la encíclica Ecclesia de
Eucharistia (cf. n. 6). Precisamente son ellos quienes generalmente atraen
de este modo a los jóvenes hacia el camino del sacerdocio, como podría
demostrar elocuentemente la historia de nuestra propia vocación.
6. Precisamente en esta
perspectiva, queridos hermanos sacerdotes, junto con otras iniciativas,
cuidad especialmente de los monaguillos, que son como un «vivero» de
vocaciones sacerdotales. El grupo de acólitos, atendidos por vosotros dentro de
la comunidad parroquial, puede seguir un itinerario valioso de crecimiento
cristiano, formando como una especie de pre-seminario. Educad a la parroquia, familia de familias, a que vean en
los acólitos a sus hijos, «como renuevos de olivo» alrededor de la mesa de
Cristo, Pan de vida (cf. Sal 127,3).
Aprovechando la colaboración de
las familias más sensibles y de los catequistas, seguid con solicitud al grupo
de los acólitos para que, mediante el servicio del altar, cada uno de ellos
aprenda a amar cada vez más al Señor Jesús, lo reconozca realmente presente
en la Eucaristía y aprecie la belleza de la liturgia. Todas las iniciativas en
favor de los acólitos, organizadas en el ámbito diocesano o de las zonas
pastorales, deben ser promovidas y animadas, teniendo siempre en cuenta las
diversas fases de edad. En los años de ministerio episcopal en Cracovia he
podido apreciar lo provechoso que es dedicarse a su formación humana,
espiritual y litúrgica. Cuando niños y adolescentes desempeñan el servicio
del altar con alegría y entusiasmo, ofrecen a sus coetáneos un elocuente
testimonio de la importancia y belleza de la Eucaristía. Gracias a la gran sensibilidad imaginativa propia de su
edad, y con las explicaciones y el ejemplo de los sacerdotes y de los compañeros
mayores, también los más pequeños pueden crecer en la fe y apasionarse por
las realidades espirituales.
En fin, no
olvidéis que los primeros «apóstoles» de Jesús, Sumo Sacerdote, sois
vosotros mismos: vuestro testimonio cuenta más que cualquier otro medio o
subsidio. En la regularidad de las celebraciones dominicales y diarias, los acólitos
se encuentran con vosotros, en vuestras manos ven «realizarse» la Eucaristía,
en vuestro rostro leen el reflejo del Misterio, en vuestro corazón intuyen la
llamada de un amor más grande. Sed para ellos padres, maestros y testigos de
piedad eucarística y santidad de vida.
7. Queridos
hermanos sacerdotes, vuestra peculiar misión en la Iglesia exige que seáis «amigos»
de Cristo, contemplando asiduamente su rostro y acudiendo dócilmente a la
escuela de María Santísima. Orad constantemente, como exhorta el Apóstol (cf.
1 Ts 5,17), e invitad a los fieles a rezar por las vocaciones, por la
perseverancia de los llamados a la vida sacerdotal y por la santificación de
todos los sacerdotes. Procurad que vuestras comunidades amen cada vez más el «don
y misterio» tan singular que es el Sacerdocio ministerial.
En el clima de
oración del Jueves Santo me vienen a la mente algunas invocaciones de las letanías
de Jesús, Sacerdote y Víctima (cf. Don y misterio, pp.121-124), que
recito desde hace muchos años con gran provecho espiritual.
Iesu, Sacerdos
et Victima,
Iesu, Sacerdos qui in novissima
Cena formam sacrificii perennis instituisti,
Iesu, Pontifex
ex hominibus assumpte,
Iesu, Pontifex pro hominibus
constitute,
Iesu, Pontifex qui tradidisti
temetipsum Deo oblationem et hostiam,
miserere nobis!
Ut pastores secundum cor tuum
populo tuo providere digneris,
ut in messem tuam operarios fideles
mittere digneris,
ut fideles mysteriorum tuorum
dispensatores multiplicare digneris,
Te rogamus, audi nos!
8. Confío a cada uno de vosotros y
vuestro ministerio cotidiano a la Madre de los sacerdotes. En el rezo del
Rosario, el quinto misterio de la luz nos lleva a contemplar con los ojos
de María el don de la Eucaristía, a sentir asombro ante el amor «hasta el
extremo» (Gv 13,1) que Jesús manifestó en el Cenáculo y ante la
humildad de su presencia en cada Sagrario. Que la Santísima Virgen os alcance
la gracia de no caer nunca en la rutina del Misterio puesto en vuestras manos.
Dando gracias continuamente al Señor por el don extraordinario de su Cuerpo y
de su Sangre, podréis perseverar fielmente en vuestro ministerio sacerdotal.
Y Tú, Madre de Cristo, Sumo
Sacerdote, intercede siempre para que en la Iglesia haya numerosas y santas
vocaciones, fieles y generosos ministros del altar.
Queridos hermanos sacerdotes, a
vosotros y a vuestras Comunidades os deseo una Santa Pascua, a la vez que os
bendigo de corazón.
Vaticano, 28 de marzo, V domingo de
Cuaresma, del año 2004, vigésimo sexto de Pontificado.