MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II PARA LA XVI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2001
Amadísimos jóvenes:
1. Mientras me dirijo a vosotros con alegría y afecto con ocasión de
nuestra tradicional cita anual, conservo en los ojos y en el corazón la imagen
sugestiva de la gran "Puerta" en la explanada de Tor Vergata, en Roma.
La tarde del 19 de agosto del año pasado, al comienzo de la vigilia de la XV
Jornada mundial de la juventud, con cinco jóvenes de los cinco continentes, tomándonos
de la mano, crucé ese umbral bajo la mirada de Cristo crucificado y resucitado,
como para entrar simbólicamente con todos vosotros en el tercer milenio.
Quiero expresar aquí, desde lo más íntimo de mi corazón, mi agradecimiento
sincero a Dios por el don de la juventud, que por medio de vosotros permanece en
la Iglesia y en el mundo (cf. Homilía en Tor Vergata, 20 de agosto de 2000).
Deseo, además, darle vivamente las gracias porque me ha concedido acompañar a
los jóvenes del mundo durante los dos últimos decenios del siglo recién
concluido, indicándoles el camino que lleva a Cristo, "el mismo ayer, hoy
y siempre" (Hb 13, 8). Pero, a la vez, le doy gracias porque los jóvenes
han acompañado y casi sostenido al Papa a lo largo de su peregrinación
apostólica por los países de la tierra.
¿Qué fue la XV Jornada mundial de la juventud sino un intenso momento de
contemplación del misterio del Verbo hecho carne por nuestra salvación? ¿No
fue una extraordinaria ocasión para celebrar y proclamar la fe de la Iglesia y
para proyectar un renovado compromiso cristiano, dirigiendo juntos la mirada al
mundo, que espera el anuncio de la Palabra que salva? Los auténticos frutos del
jubileo de los jóvenes no se pueden calcular en estadísticas, sino únicamente
en obras de amor y justicia, en la fidelidad diaria, valiosa aunque a menudo
poco visible. Queridos jóvenes, a vosotros, y especialmente a quienes
participaron directamente en aquel inolvidable encuentro, confié la tarea de
dar al mundo este coherente testimonio evangélico.
2. Enriquecidos con la experiencia vivida, habéis vuelto a vuestros
hogares y a vuestras ocupaciones habituales, y ahora os disponéis a
celebrar en el ámbito diocesano, junto con vuestros pastores, la XVI Jornada
mundial de la juventud.
En esta ocasión, quisiera invitaros a reflexionar en las condiciones que Jesús
pone a quien decide ser su discípulo: "Si alguno quiere venir en pos
de mí -dice-, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Lc 9, 23).
Jesús no es el Mesías del triunfo y del poder. En efecto, no liberó a Israel
del dominio romano y no le aseguró la gloria política. Como auténtico Siervo
del Señor, cumplió su misión de Mesías mediante la solidaridad, el servicio
y la humillación de la muerte. Es un Mesías que se sale de cualquier esquema y
de cualquier clamor; no se le puede "comprender" con la lógica del éxito
y del poder, usada a menudo por el mundo como criterio de verificación de sus
proyectos y acciones.
Jesús, que vino para cumplir la voluntad del Padre, permanece fiel a ella hasta
sus últimas consecuencias, y así realiza la misión de salvación para cuantos
creen en él y lo aman, no con palabras, sino de forma concreta. Si el amor es
la condición para seguirlo, el sacrificio verifica la autenticidad de ese amor
(cf. carta apostólica Salvifici doloris, 17-18).
3. "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome
su cruz y sígame" (Lc 9, 23). Estas palabras expresan el radicalismo de
una opción que no admite vacilaciones ni dar marcha atrás. Es una exigencia
dura, que impresionó incluso a los discípulos y que a lo largo de los siglos
ha impedido que muchos hombres y mujeres siguieran a Cristo. Pero precisamente
este radicalismo también ha producido frutos admirables de santidad y de
martirio, que confortan en el tiempo el camino de la Iglesia. Aún hoy esas
palabras son consideradas un escándalo y una locura (cf. 1 Co 1, 22-25). Y, sin
embargo, hay que confrontarse con ellas, porque el camino trazado por Dios para
su Hijo es el mismo que debe recorrer el discípulo, decidido a seguirlo. No
existen dos caminos, sino uno solo: el que recorrió el Maestro. El discípulo
no puede inventarse otro.
Jesús camina delante de los suyos y a cada uno pide que haga lo que él mismo
ha hecho. Les dice: yo no he venido para ser servido, sino para servir; así,
quien quiera ser como yo, sea servidor de todos. Yo he venido a vosotros como
uno que no posee nada; así, puedo pediros que dejéis todo tipo de riqueza que
os impide entrar en el reino de los cielos. Yo acepto la contradicción, ser
rechazado por la mayoría de mi pueblo; puedo pediros también a vosotros que
aceptéis la contradicción y la contestación, vengan de donde vengan.
En otras palabras, Jesús pide que elijan valientemente su mismo camino;
elegirlo, ante todo, "en el corazón", porque tener una situación
externa u otra no depende de nosotros. De nosotros depende la voluntad de ser,
en la medida de lo posible, obedientes como él al Padre y estar dispuestos a
aceptar hasta el fondo el proyecto que él tiene para cada uno.
4. "Niéguese a sí mismo". Negarse a sí mismo significa
renunciar al propio proyecto, a menudo limitado y mezquino, para acoger el de
Dios: este es el camino de la conversión, indispensable para la
existencia cristiana, que llevó al apóstol san Pablo a afirmar: "Ya
no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20).
Jesús no pide renunciar a vivir; lo que pide es acoger una novedad y una
plenitud de vida que sólo él puede dar. El hombre tiene enraizada en lo más
profundo de su corazón la tendencia a "pensar en sí mismo", a
ponerse a sí mismo en el centro de los intereses y a considerarse la medida de
todo. En cambio, quien sigue a Cristo rechaza este repliegue sobre sí mismo y
no valora las cosas según su interés personal. Considera la vida vivida como
un don, como algo gratuito, no como una conquista o una posesión: En
efecto, la vida verdadera se manifiesta en el don de sí, fruto de la gracia de
Cristo: una existencia libre, en comunión con Dios y con los hermanos
(cf. Gaudium et spes, 24).
Si vivir siguiendo al Señor se convierte en el valor supremo, entonces todos
los demás valores reciben de este su correcta valoración e importancia. Quien
busca únicamente los bienes terrenos, será un perdedor, a pesar de las
apariencias de éxito: la muerte lo sorprenderá con un cúmulo de cosas,
pero con una vida fallida (cf. Lc 12, 13-21). Por tanto, hay que escoger entre
ser y tener, entre una vida plena y una existencia vacía, entre la verdad y la
mentira.
5. "Tome su cruz y sígame". De la misma manera que la cruz puede
reducirse a mero objeto ornamental, así también "tomar la cruz"
puede llegar a ser un modo de decir. Pero en la enseñanza de Jesús esta
expresión no pone en primer plano la mortificación y la renuncia. No se
refiere ante todo al deber de soportar con paciencia las pequeñas o grandes
tribulaciones diarias; ni mucho menos quiere ser una exaltación del dolor como
medio de agradar a Dios. El cristiano no busca el sufrimiento por sí mismo,
sino el amor. Y la cruz acogida se transforma en el signo del amor y del don
total. Llevarla en pos de Cristo quiere decir unirse a él en el ofrecimiento de
la prueba máxima del amor.
No se puede hablar de la cruz sin considerar el amor que Dios nos tiene, el
hecho de que Dios quiere colmarnos de sus bienes. Con la invitación "sígueme",
Jesús no sólo repite a sus discípulos: tómame como modelo, sino también:
comparte mi vida y mis opciones, entrega como yo tu vida por amor a Dios y a los
hermanos. Así, Cristo abre ante nosotros el "camino de la vida", que,
por desgracia, está constantemente amenazado por el "camino de la
muerte". El pecado es este camino que separa al hombre de Dios y del prójimo,
causando división y minando desde dentro la sociedad.
El "camino de la vida", que imita y renueva las actitudes de Jesús,
es el camino de la fe y de la conversión; o sea, precisamente el camino de la
cruz. Es el camino que lleva a confiar en él y en su designio salvífico, a
creer que él murió para manifestar el amor de Dios a todo hombre; es el camino
de salvación en medio de una sociedad a menudo fragmentaria, confusa y
contradictoria; es el camino de la felicidad de seguir a Cristo hasta las últimas
consecuencias, en las circunstancias a menudo dramáticas de la vida diaria; es
el camino que no teme fracasos, dificultades, marginación y soledad, porque
llena el corazón del hombre de la presencia de Jesús; es el camino de la paz,
del dominio de sí, de la alegría profunda del corazón.
6. Queridos jóvenes, nos os parezca extraño que, al comienzo del tercer
milenio, el Papa os indique una vez más la cruz como camino de vida y de auténtica
felicidad. La Iglesia desde siempre cree y confiesa que sólo en la cruz de
Cristo hay salvación.
Una difundida cultura de lo efímero, que asigna valor a lo que agrada y parece
hermoso, quisiera hacer creer que para ser felices es necesario apartar la cruz.
Presenta como ideal un éxito fácil, una carrera rápida, una sexualidad sin
sentido de responsabilidad y, finalmente, una existencia centrada en la afirmación
de sí mismos, a menudo sin respeto por los demás.
Sin embargo, queridos jóvenes, abrid bien los ojos: este no es el camino
que lleva a la vida, sino el sendero que desemboca en la muerte. Jesús dice:
"Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí,
la salvará". Jesús no nos engaña: "¿De qué le sirve al
hombre ganar el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?" (Lc 9,
24-25). Con la verdad de sus palabras, que parecen duras, pero llenan el corazón
de paz, Jesús nos revela el secreto de la vida auténtica (cf. Discurso a los jóvenes
de Roma, 2 de abril de 1998).
Así pues, no tengáis miedo de avanzar por el camino que el Señor recorrió
primero. Con vuestra juventud, imprimid en el tercer milenio que se abre el
signo de la esperanza y del entusiasmo típico de vuestra edad. Si dejáis que
actúe en vosotros la gracia de Dios, si cumplís vuestro importante compromiso
diario, haréis que este nuevo siglo sea un tiempo mejor para todos.
Con vosotros camina María, la Madre del Señor, la primera de los discípulos,
que permaneció fiel al pie de la cruz, desde la cual Cristo nos confió a ella
como hijos suyos. Y os acompañe también la bendición apostólica, que os
imparto de todo corazón.
Vaticano, 14 de febrero de 2001