volver Orientaciones Pastorales 2002-2005 Mons. Alejandro Goic´ volver
2.- CAMINAR DESDE CRISTO.
La certeza de la Iglesia se basa en la Palabra de Jesús: “He aquí que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”[1]
¡Yo estoy con ustedes! Dos mil años de cristianismo nos muestran la realización de esta promesa y que continuará hasta el fin de la historia.
“El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén Celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz”[2].
Nos
inspiramos en la Palabra del Papa para invitar a una apasionante tarea de “renacimiento
pastoral”[3].
2.1.- La santidad.
La
perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la
santidad. “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación”[4].
Este es un compromiso que nos concierne a todos: “Todos los cristianos, de
cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana
y a la perfección del amor”[5].
Dice Juan Pablo II: “Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede programar la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral?
“En realidad, poner la programación pastoral bajo el mismo signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabilitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial”.
2.2.- La oración.
El cristianismo y cada cristiano debe distinguirse en el arte de la oración.
En el mundo actual hay una difusa exigencia de espiritualidad, que en gran parte se manifiesta precisamente en una renovada necesidad de orar.
Nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas escuelas de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanzas, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el arrebato del corazón. “Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios”[6].
Suele ocurrir que personas que llevan años en la Iglesia saben rezos, pero no saben rezar. De ahí, la necesidad, “que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral”[7].
2.3.- La eucaristía dominical.
La Iglesia desde sus inicios, desde aquellos que el día de Pentecostés acogieron la Palabra y fueron bautizados[8], y desde aquella primera comunidad que en Jerusalén “acudía asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la convivencia, a la fracción del pan y a las oraciones”[9], no ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual de Jesucristo: “leyendo cuanto a Él se refiere en toda la Escritura[10], celebrando la Eucaristía en la cual se hace presente la victoria y el triunfo de su muerte, y dando gracias al mismo tiempo a Dios por el don inefable[11] en Cristo Jesús, para alabar su gloria[12], por la fuerza del espíritu Santo”[13].
En la Liturgia, la Iglesia celebra este misterio en el que reconoce y acoge el don gratuito de la salvación, y, por tanto, en el que reconoce su propio origen, su vida y su anuncio: ¡Es el Señor!
La Iglesia celebra, y quiere hacerlo en toda la riqueza festiva del término, pues es el encuentro con el Señor Resucitado, es la fiesta del Crucificado que en su resurrección nos da vida. La Liturgia es, pues, la celebración festiva de Cristo mismo que celebra con nosotros; es la presencia del Señor Resucitado en su Iglesia la que anima la celebración festiva de la comunidad reunida.
La Liturgia, como fiesta de los cristianos con Jesucristo, celebra, por tanto, su paso liberador en nuestro hoy, en nuestras vidas, en nuestra historia personal y comunitaria; es pues, la celebración festiva con aquel que “está haciendo nuevas todas las cosas”[14].
Esta presencia del Señor es el misterio que la Iglesia celebra; misterio en el sentido de aquella realidad trascendente e inefable presente en los signos de la celebración, aquello que “ni el ojo vio, ni el oído escuchó, ni a nadie se le ocurrió pensar lo que Dios ha preparado para los que aman”[15].
Son muchas las actividades que llenan la vida de la Iglesia: la Liturgia no es nuestra única actividad[16]. Allí está la predicación, la catequesis, la solidaridad con los pobres y marginados, las tareas de promoción y dignificación de la persona humana, etc. Sin embargo, como lo ha formulado el Concilio Vaticano II, “la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana su fuerza”[17].
Es en la celebración de la fe donde el pueblo convocado por el Señor vive, en modo particular, el encuentro personal y comunitario con el Dios de la Vida que nos constituye como su pueblo, nos transforma y nos envía. Al mismo tiempo, toda la actividad de la Iglesia se ordena hacia la glorificación de Dios, la cual tiene su expresión en la alabanza de la celebración litúrgica.
Entendida y vivida de este modo, la Liturgia, es decir, el misterio que celebramos, no nos aparta de la vida de las contingencias históricas no es evasión o refugio intimista, sino que nos introduce de lleno en las realidades de este mundo, amado por Dios desde la fuente originaria de ese amor, para que toda nuestra acción transformadora del mundo sea un dar gloria a Dios y este mundo –toda nuestra vida- sea una alabanza a Dios”[18].
“La participación en la Eucaristía, sea, para cada bautizado, el centro del domingo” (Juan Pablo II).
2.4.- El sacramento de la reconciliación.
El Año Jubilar nos permitió redescubrir y profundizar en el perdón de Dios a cada uno de nosotros y en la reconciliación con nosotros y en la reconciliación con nosotros mismos y con los demás.
“Deseo pedir una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la Reconciliación”[19].
2.5.- Primacía de la gracia.
Estamos en la perspectiva de vivir nuestro proyecto pastoral diocesano hasta fines del 2005 y lo haremos confiados en el Señor y poniendo lo mejor de nosotros mismos.
Pero, hemos de tener siempre presente que los resultados no dependen de nuestras propias capacidades en el programar y en el hacer. Hay una primacía de la gracia.
“Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, no podemos hacer nada”[20].
Leamos y profundicemos el texto de Lucas 5,5, la pesca milagrosa. “En tu palabra, echaré las redes”. Como colaboradores en las tareas del Reino confiados sólo en nuestras fuerzas y capacidades no podremos. Confiados en su palabra y en la fuerza de su gracia si que podremos. El Papa invita a toda la Iglesia a este acto de fe que se expresa en su renovado compromiso de oración.
2.6.- Escucha de la palabra.
El Concilio Vaticano II ha destacado el papel fundamental de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia y de cada creyente.
Hemos avanzado mucho en el amor y el conocimiento de la Palabra de Dios. La Liturgia nos permite profundizar en ella. En casi todos los hogares se encuentra la Santa Biblia y/o el Nuevo Testamento. Se han realizado cursos bíblicos. Por ello, “es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia”[21].
2.7.- Anuncio de la palabra.
La Iglesia y cada creyente vive y se alimenta de la Palabra para ser sus servidores. De ahí la urgencia del Anuncio. San Pablo exclamaba: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!”[22]. “Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo, no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apostólico que sea vivido, como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos[23].
Esta evangelización es para todos, sin excepción. Hemos ido dando pasos significativos para ser verdaderamente una diócesis en estado de misión permanente. Pero lo hemos de ser más, mucho más. La gran característica de nuestra Iglesia de Osorno en el inicio del nuevo milenio y en los años venideros debiera ser ésta ¡Iglesia Misionera, Iglesia inquieta por anunciar el gozo de Jesús y su Evangelio a todos!
Especial y particular preocupación en la acción de anunciar la Palabra, merecen los jóvenes y niños. Ellos preparan desde ahora la Iglesia del futuro.
[1] II Cor. 3, 2-3.
[2] N.M.I., 29
[3] Id.
[4] I Tes. 4, 3
[5] L.G., 40
[6] N.M.I., 33
[7] Id., 34
[8] He. 2, 41
[9] He. 2, 42
[10] Lc. 24, 27
[11] 2 Cor. 9, 15
[12] Ef. 1, 12
[13]
S.C.,
6
[14]
Apoc.
21, 5
[15] I Cor. 2, 2
[16] S.C., 9
[17]
Id.,
10
[18] Mons. A.Goic K., Carta “Celebremos
gozosos el encuentro con el Señor”, Junio de 1996.
[19]
N.M.I.,
37
[20]
Jn.
15, 5; N.M.I., 38
[21] N.M.I., 39
[22] I Cor. 9, 16
[23] N.M.I., 40